Me siento en la plaza de la esquina a leer un poco antes de la lluvia. A fin del párrafo, levanto la vista y los registro: la madre toma mate de un termo rojo y el infante, de espaldas a ella, construye estructuras amorfas con arena; de a ratos voltea, la busca, -mamá- dice y vuelve a su juego.
Se acerca hasta donde estoy, me regala un puñado de arena y me sonríe, golpea el libro que tengo abierto, señala en su dirección y me repite -mamá.
Ella lo llama y le da una galleta.
Entra un niño con montones de medias en la mano y una bolsa negra, le muestra las medias a la madre del infante y un paquete de curitas que saca de la bolsa; ella le compra.
Viene hasta mí, rebusco en los bolsillos, le compro; guarda el dinero, las medias y la bolsa en su mochila escolar.
El infante a torpe velocidad se acerca al niño que no tiene tiempo de entrar al juego y se perfila hacia la salida. -¡Nene!- grita, y lo repite, cae al suelo de cola en el intento de seguirlo; el niño lo ve, el infante abre la galletita en dos, le da una de las tapas, se mete la otra en la boca y le sonríe.
Observo toda la escena, pienso en la cantidad de egoísmos que aprendemos en el camino,
recuerdo a la vieja cuando de chica me decía:- Compartir no es dar lo que te sobra, es partir la medialuna a la mitad cuando hay una sola.
Guardo en mi retina la alegre tibieza del infante, pero también quisiera resguardar al niño de ese cada día poblado de injusticias, cierres rotos y zapatillas sin cordón...
Me hundo en el gris mientras imagino un país de medialunas partidas y pibes que juegan en la plaza, que parten a la escuela sin pensar en vender medias para calentarle al futuro los pies.
FUENTE:#RevistaSudestada
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