Nos retirábamos, por no decir que huíamos dentro del más
completo desorden...
En medio del fragor de la huída me hirió
de arriba abajo este grito: “ -Me dejáis solo, compañeros! . . .
Se oían muchos ayes, muchos rumores sordos de cuerpos
cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo,
“-Me dejáis solo, compañeros!” . . .
En aquellos instantes sentí que se me desbordaba el pecho;
orienté mis pasos hacia el grito y encontré a un herido
que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa.
“-Me dejáis solo, compañeros!” seguía diciendo.
Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa.
Le abracé para que no se sintiera solo.
El enemigo se oía cercano.
“-Me dejáis solo compañeros!” Me lo eché sobre las espaldas:
el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso.
“- No hay quien te deje solo!,” le grité. Me arrastré con él ...
Y cuando ya no pude más, le recosté en la tierra, me arrodillé
a su lado y le repetí muchas veces: “-No hay quien te deje solo, compañero!”
Y ahora, como entonces, me siento en disposición
de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.
Miguel Hernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario